Se las había ingeniado bastante bien para esconder el asunto del tatuaje en casa. Quizá fuese el único lugar donde se esforzaba por ocultar las formas de su cuerpo ya tan adulto.
Sus padres creían (o querían creer) que seguían criando a una niña caprichosa y rebelde. La idea de que esa niña fuera ya toda una mujer jamás se hubiese materializado en sus mentes conservadoras. Claro que las mentes de sus amigos eran diferentes, y otro tipo de ideas reptaba lascivamente en el silencio cuando la veían y saludaban en esporádicas reuniones.
Sofía hacía lo que quería. Siempre. Sabía cómo obtener aquello que anhelaba. No le importaban las consecuencias siempre que saliera beneficiada.
Sus padres no le negaban nada que fuera contemplado dentro de las "reglas" de la casa, mientras se responsabilizara por sus estudios.
Sofía conseguía también, si lo quería, aquello que las reglas no permitían en casa (fuera de casa, por supuesto). El estudio no era problema. En las pocas materias que le resultaban complicadas todo era cuestión de regular el largo de su pollera y proporcionar un par de sonrisas extra.
Excepto en Matemáticas; donde la profesora Gutiérrez, esa arpía cruza con serpiente, no le daba respiro ni le perdonaba un tropiezo. No le quedaba otra opción que acudir a clases de apoyo y estudiar de verdad.
Era extraña la relación que unía a Sofía con sus amigas. La admiraban, pero al mismo tiempo y no tan en secreto, la odiaban.
Ella de alguna manera las necesitaba. Necesitaba esa admiración y también ese odio. No sentía afecto por ellas. Eran competencia; todas las mujeres lo eran. Las necesitaba de contraste (o eso quería creer). Sin embargo siempre existía la espina de la duda. ¿Y si ella...? ¿Y si ÉL...?
El Preceptor era su capricho favorito. Aunque ella lo considerara como El Amor de Su Vida.
La enfermaba. No encontraba la manera de llamar su atención. Su sola presencia la anulaba. Se convertía en una chiquilla temblorosa y ruborizada que seguía todos sus movimientos con ojos soñadores. Amaba cada mañana en que él pronunciaba su apellido y ella contestaba presente. Era el único momento en que la miraba y le dirigía la palabra.
En su cabeza bullían mil estrategias para hacerlo suyo. Una más descabellada que la otra. Algunas las compartía con sus amigas, otras eran demasiado íntimas y osadas para decirlas en voz alta siquiera.
Sofía se revolvió en su asiento. Sentía picazón en las caderas porque el tatuaje aún estaba cicatrizando. No quería rascarse, sabía que lo arruinaría, pero no podía quedarse quieta. Estaba en medio de una evaluación de Matemáticas y el Preceptor vigilaba mientras La arpía Gutiérrez terminaba de completar algunas planillas en Rectoría.
Sofía miraba las ecuaciones enredarse con su lapicera mientras movía sin cesar los dedos de los pies para descargar la tensión que le provocaba no poder rascarse.
No lograba concentrarse en la hoja que tenía delante, menos aún con él allí enfrente.
Antes que se diera cuenta estaba sacudiéndose como si la hubiese invadido un hormiguero completo. Un leve murmullo interrumpido por risitas ahogadas flotaba en el aula.
-Señorita Salcedo, ¿le pasa algo? -fue la voz que interrumpió de súbito sus pensamientos y todo movimiento involuntario. Se quedó paralizada.
Oh... me dijo Señorita... ¡me trató de usted! ¡Qué horror, debió creer que tenía un ataque de epilepsia o algo así!
Él estaba caminando hacia ella con los ojos fijos en su cabeza gacha. Ella era incapaz de levantarla y mirarlo. Estaba roja como un tomate.
Una mano se apoyó en su hombro y tuvo ganas de llorar.
-Sofía ¿Estás bien?
Sintió que se moriría ahí mismo. Levantó la cabeza y vio sus ojos claros mirándola preocupados. Asintió en silencio y dijo que necesitaba ir al baño.
Cuando el permiso le fue concedido, se levantó de su asiento y salió del aula lo más pronto que pudo; ante la atónita mirada de sus amigas, que no comprendían su conducta; de sus compañeros, que suponían una excusa para zafar del examen; y del Preceptor, que por primera vez dirigía sus pensamientos hacia ella como alguien fuera de la masa uniforme de estudiantes.
Sofía cerró la puerta del baño con fuerza detrás de ella. Miró en el espejo sus lágrimas caer sin control y comenzó a reír. Reía a carcajadas, como una desquiciada.
No quería que desapareciera de su cabeza esa voz.
Sofía ¿Estás bien?
Quiso que existiera una manera de bloquear ese instante, plasmarlo en su mente, poder repetirlo cuando quisiera. Pero no todos sus caprichos eran concebibles.
No importaba. Se lavó la cara, lavó el tatuaje y lo secó con cuidado.
Volvió al aula, pasó frente a él con la cabeza gacha, y se sentó a terminar su examen.
El universo había conspirado a su favor. El Preceptor no le quitó la vista de encima el resto de la hora. Su evaluación fue un collage de incoherencias encadenadas.
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