Norma había pasado de la tristeza más honda y oscura a una rabia de mandíbula apretada que la mantenía sentada frente a la ventana sin pronunciar palabra.
-Roberto, quiero que encuentres a Sofía. No me importa si tenemos que gastar toda nuestra plata, si hay que hipotecar la casa, tampoco si perdés el trabajo en el intento. ¡Hacé lo que haya que hacer para que mi hija vuelva a casa! –fue lo último que dijo, horas atrás, ante el silencio dócil de su marido que no conocía esa faceta suya, pero la comprendía. Así que asintió y salió de la casa a cumplir con las órdenes recibidas.
Agradecía haberse quedado sola, porque en el estado en que se hallaba no servía de compañía para nadie.
Su mundo soñado, lejos de ser perfecto, se deshacía en el aire. Mamá, papá y la nena.
¿Qué parte del mundo de Sofía le era tan ajeno que no había podido prever el peligro que implicaba? La adolescencia era una cosa compleja, Norma lo sabía, pero nunca hubiese podido prepararse para los sucesos que se hallaba viviendo.
Sentía cierta curiosidad por el paradero de Sebastián, que no se había vuelto a comunicar con ellos. Lo imaginaba mucho más activo que ella, buscando algún rastro al que aferrarse. Sin embargo, preferiría que diese alguna noticia de vez en cuando, aunque sólo fuesen meras suposiciones.
Ay, su pobre chiquita… ¿qué estaría haciendo ahora, mientras su mamá sentía el corazón estrujársele de angustia?
Esa mañana Sofía despertó fuera del cuarto pequeño. Había pasado la noche junto a Luca en una enorme cama matrimonial y había sido tan reconfortante sentir su calor. No había ocurrido nada más entre ellos desde el baño de espuma de la tarde anterior y sin embargo ella sentía un nivel de intimidad mucho mayor por el simple hecho de haber dormido juntos.
Se sentó al borde de la cama, con los pies descalzos casi rozando el suelo. Lo observó dormir. Le enterneció su figura despeinada, la ropa arrugada. Era tan infantil su rostro.
Sintió una punzada de culpabilidad. Su madre. Debía llamarla por lo menos. No estaba segura de cuánto tiempo había pasado fuera de casa. Dos días, quizá tres. Su padre le impondría el castigo máximo de todos los tiempos. Tal vez se lo mereciera, pero no se arrepentía. ¿Cuántas chicas a su edad podían decir con seguridad haber encontrado al hombre de su vida y ser correspondidas de esa manera?
Suspiró. Las ganas de llamar a sus padres estaban menguando. No quería irse de su lado. Volvió a mirarlo. Él le sonrió adormilado.
-Buenos días, princesa. ¿Qué ocupa su cabecita tan temprano?
-Mis viejos van a matarme cuando sepan –explicó Sofía en voz baja.
-No estamos haciendo nada malo –justificó Luca.- Yo no los dejaría que te maten, no te preocupes.
La abrazó por la cintura, apoyó la cabeza en sus piernas y besó sus manos.
-Bueno, pero creo que deberíamos dar señales de vida. Seguro están muy preocupados a esta altura. Y estoy faltando a clases además, eso va a enloquecer a mi viejo.
-No están preocupados y lo de las faltas lo arreglo yo. –Le guiñó un ojo.
Sofía lo miró intrigada.
-¡Ah, no te conté! ¿Cómo me voy a olvidar? –le dedicó una mirada de arrepentimiento que Sofía quiso besar al instante- Ayer mientras arreglaba unos asuntos en el colegio me encontré con… tu profesorcito ¿Sebastián?
Sofía asintió.
-Bueno, le conté la situación y le pedí que por favor nos cubriera unos días –sonrió triunfal ante la expresión esperanzada de la niña.
-¡Cuando vuelva a casa tengo que hacerle un regalo! ¡Por lo menos! ¡Seba es un sol! –Ante el rostro sombrío de Luca agregó:- No pongas esa cara, tonto. Es como mi hermano mayor.
-Ya sé, Sofi. No puedo evitarlo. Te quiero toda para mí. –La besó con suavidad.- Un día podemos invitarlo a comer ¿te parece? Así lo conozco mejor y podemos espantar los celos.
Sofía aplaudió emocionada y corrió al baño.
Sí, habrá que hacer algo al respecto con ese profesor. No puede pretender que la deje ir… Va a haber que dejárselo bien en claro.
El timbre despertó a Sebastián después de un largo rato. No terminaba de asociar el molesto zumbido con algo ajeno a sus extrañas pesadillas. Todo era demasiado oscuro, retorcido y… zumbante.
Se incorporó en la cama. Estaba vestido. Su vida se hallaba patas para arriba. Se dirigió al portero eléctrico.
-¿Quién es? –preguntó y notó la boca más seca que de costumbre. Sergio y Diego superpusieron sus nombres del otro lado del auricular. El dúo dinámico. Perfecto para terminar de despertarlo. Les abrió la puerta.
Un rato después los tres tomaban café en la cocina. Sus amigos lo observaban extrañados. Estaba despeinado, con la ropa arrugada y la sombra de una barba comenzaba a apoderarse de su rostro. Algo había revolucionado la vida de Sebastián.
-Seba, ¿vos estás bien? –aventuró Sergio.- Estás raro. Y no vas a la Facu. No sé, ¿te estás drogando o algo? Convidá, no seas amarrete.
Sebastián rió a su pesar. Sergio tenía esa increíble capacidad.
-Yo te vi ayer, Seba. Ni me saludaste. Tenías una cara… -dijo Diego con preocupación.- Ibas con alguien, un flaquito.
Sebastián lo miró extrañado.
-Primero: no me drogo –señaló a Sergio que ensayaba una exagerada cara de decepción.- Y segundo: no sé de qué hablás, Diego. ¿Seguro que era yo?
-Sí, segurísimo. Ayer a la mañana. Se subieron al 130.
-No era un flaquito –explicó totalmente ruborizado.-Era una chica.
Diego no supo donde meterse. Sergio rió a carcajadas.
-Está bien que tenga pocas curvas y el pelo corto no ayude ¡pero no parece un tipo, Diego! –quiso amenizar Sergio sin poder parar de reír.- ¿Estabas con Lu?
-Disculpame, Seba... ¡Te juro que no me di cuenta! -exclamó Diego avergonzado.
-Sí, era Lu, -Sebastián comenzaba a enojarse.- ¿Por qué no se dejan de joder un poco? Pasó algo grave y no sé qué hacer.
Tuvo la atención inmediata de sus amigos. Sebastián enojado no era algo corriente de presenciar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario