Imagen: Hunt o2
En las sucesivas oscuridades que conformaron su vida, nunca dejó de odiar todas las circunstancias que le condujeran a convertirse en lo que era.
Sus padres, la iglesia, su vecino, Enrique y cada uno de los hombres que pasaron por su cuerpo; conformaban esas circunstancias. Sabía que en algún momento se vengaría de todos ellos.
Sobre todo de ese... el que despreciara sus servicios por considerarlos incompletos, el que necesitó rebuscar dentro del dolor la forma de sentirse satisfecho. Ese que con su sed despertó una bestia dormida en su interior y que ahora iba a convertirse en la mejor arma que pudiera utilizar contra el mundo.
Cada día aprendía a dar dolor entremezclado con placer. Módicas sumas en aumento. Hasta que el otro se convertía en su esclavo y bastaba un gesto, una palabra, una sonrisa; para que se accediera a sus demandas.
Saboreaba las gotas de sangre que le eran ofrendadas por aquellos que sin quererlo se fueron convirtiendo en sus súbditos.
Excepto Enrique. A sus ojos era un instrumento más con que llenar sus bolsillos. Quizá su instrumento preferido, pero no por ello dejaba de estar por debajo de sus decisiones. Debía hallar la manera de alcanzar su punto débil y asestar el golpe triunfal.
La oportunidad se presentó cuando llegó el tercer aniversario de su incorporación a la "empresa". Contaba con diecisiete años y tanta experiencia a cuestas que su felina seducción no pasaba desapercibida ante quien pretendiera engatusar. Excepto Enrique.
Esta vez sería distinto. Había estado hablando con todos los clientes, con sus compañeros y compañeras (cosa extraordinaria) y se había hecho una idea bastante definida de cómo hacerlo caer en sus garras.
Esa mañana después del desayuno, se encerró en su habitación y comenzó los preparativos. Su ausencia se hizo notoria en el resto de la casa. Durante el día cada uno tenía tareas asignadas que hacían a la "buena convivencia" con el resto.
Como era de prever, Enrique mismo fue en su busca.
La habitación se hallaba a oscuras. La cortina cerrada prohibía el paso del sol (y la visión del muro… no hubiese soportado lo que sucedería con el muro de fondo). Un par de velas rompían la espesa oscuridad en la que casi nada era adivinable.
-¿Dónde estás, sanguijuela? –interrogó con su vozarrón intimidante.- No es hora de dormir. Hay trabajo que hacer. Mové el culo si no querés ligarte un par de trompadas.
-¿No sabés qué día es hoy? –la voz, sólo un tanto melosa, baja y respetuosa, surgió de un bulto bajo las sábanas.
Enrique titubeó un segundo. La criatura envuelta de blancura esbozó una sonrisa.
-Me importa un carajo si es tu cumpleaños, si es domingo, navidad o hanukkah. Sabés que acá se labura todos los días.
La figura se incorporó con lentitud sin dejarse ver ni un milímetro.
-Hoy hace tres años que llegué a este lugar. Hace tres años que me rescataste de la calle –la voz hurgaba lenta y suave en la cabeza de Enrique. Su tono sumiso lo obligaba a guardar silencio y hacía que la escena comenzara a gustarle.
-Tengo esta ofrenda que representa tres años de gratitud. –Las sábanas se abrieron dejando al descubierto su desnudez arrodillada, los ojos clavados en el suelo, la cabeza inclinada en una leve reverencia.
-Es contra las reglas… -las palabras murieron en su boca cuando se descubrió terriblemente excitado.
No comprendía lo que sucedía. Aquella criatura nunca le había provocado más que ganas de molerla a palos, con su insolencia, con su apatía, con su soberbia disimulada. Y ahora se le ofrecía de aquella manera. Dócil, sumisa, expectante. Cayó en la cuenta de que nunca antes había visto su desnudez. Ahora comprendía muchas cosas.
Se acercó sin poder reprimir el deseo gigantesco que se apoderaba de su ser. Tomó su barbilla y aquellos ojos lo miraron, refulgentes de gratitud y admiración. Se quitó las ropas presuroso, se acercó al cuerpo desnudo que continuaba inmóvil y besó sus labios.
El sabor del tabaco le hizo sentir un profundo asco y su reacción involuntaria fue morderlo. Recibió un golpe en la boca con el revés de aquella manaza que instantes atrás recorriera su espalda.
Relamió de sus labios lastimados el sabor de su propia sangre y eso hizo que Enrique enloqueciera.
Intentó evadirse del momento. Si bien se había acostumbrado a ese tipo de menesteres, el hecho de que fuese él quien disfrutara de su cuerpo era como una especie de sacrilegio.
En cuanto se hubo desplomado a su lado, sin dejarlo siquiera regresar de las oleadas del brusco orgasmo, se encaramó sobre su cuerpo como una araña y le asestó en el pecho cuatro puñaladas furiosas. Con cada una profería un grito que opacaba los agónicos que profería su víctima. El suyo era de odio, de asco, de satisfacción, de placer. Cuatro.
Cuando Enrique hubo cesado de moverse, se limpió la sangre con las sábanas. No deseaba contaminarse con aquel sucio brebaje.
-Ni siquiera muerto dejás de apestar.
Trabó la puerta con un mueble y se dio una ducha. Al regresar junto al cadáver rió ante la absurda postura y circunstancia en que la muerte lo había sorprendido.
-Idiota. Deberías haber controlado la devolución de los cubiertos en cada comida. ¿Te creías inmortal? –le sonrió con desprecio.- Por la manera en que fumabas, presumo que sí.
Salió al comedor y anunció a los demás que eran libres de irse. Nadie se movió, pero decenas de ojos se clavaron en la demente figura que hacía tal anuncio.
-¿Qué pasa? ¿Se quieren quedar? Aprovechen el único día en que Enrique está de buen humor y cumplan su orden ¿O alguien quiere enfrentarlo mañana? –Agitó el manojo de llaves en el aire y procedió a abrir el portón principal.
Nadie necesitó que le repitieran la orden ni volver a buscar nada a las habitaciones. Cinco minutos más tarde el caserón se hallaba desierto y en silencio. Excepto por la figura escuálida que recorría todos los rincones y esperaba, paciente, que cayera la noche para ir recibiendo uno por uno a sus clientes habituales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario