¿Qué es Sed?

Allá por julio del 2007 (sí, quién diría que pasó tanto tiempo, no?), andaba enojada con mi inspiración ausente y decidí sentarme y obligarme a escribir algo. Vino una imagen a mi cabeza. Oscura, extraña. Jugué a describirla. Así surgió el primer capítulo de Sed (que en ese momento para mí era "estacosaquestoyescribiendo").

No soy una persona de esas que finalizan los proyectos que comienzan, pero a medida que surgieron capítulos y la gente se fue enganchando... adquirió este título (provisorio u_u jajaja) y ya no hubo marcha atrás.

Es gracias a ustedes -a su avidez de beber más y más de la trama- que Sed acaba de arribar a su capítulo 50, el último de la historia. Bueno, y a unos cuantos picotones de Pablo (mi novio) n_n

Ahora comienza la etapa de corrección, espero que no se haga demasiado larga... y a ver qué pasa con la editorial, porque tengo pensado publicarlo :D


Quiero agradecerles enormemente el aguante. La paciencia, los comentarios, las críticas, o que sólo hayan leído sin decir nada. Las palabras están para ser leídas, ese es su mayor destino.

Un abrazo gigantesco que los abarque a todos ^^


Sed es una historia que gira en torno a la soledad y la necesidad e idealización del otro. Es una novela salpicada de sangre, algo de sensualidad y mucho misterio.

Los acontecimientos que transcurren en ella, van entrelazando las vidas de los personajes. A veces para bien, a veces para mal... otras para peor.

Los invito a leerla y criticarla con confianza. De eso se alimenta mi escritura.


El contenido de esta historia puede resultar ofensivo para algunas personas, si usted es de esas que se ofenden.... por favor diríjase a otra parte.
Muchas gracias y disculpe las molestias ocasionadas.


Atte, La autora.

22/4/10

.: L :. (Paz)

Imagen: Blackbird Fly


No.

No puedo…

No puedo dejar de hacerlo.

Basta.


Se tapó los ojos con ambas manos como si de esa manera pudiese acallar su propia voz interior. Una voz seccionada, dividida, que a veces le costaba reconocer.

El cabello chorreaba sobre su rostro en mechones húmedos. No recordaba si había sido sangre, lágrimas o una de esas espantosas duchas de agua helada.

Comenzó a temblar descontroladamente. No era frío, tampoco miedo. Era como querer dejarse ir. Como si esa oscuridad interna no fuese tal, sino la suma de muchas presencias alteradas que no dejaran lugar al más ínfimo resquicio de luz.

Se obligó a detenerse. Aún poseía esa pequeña voluntad. Quizá fuese lo único que le quedara. Y no sabía por cuánto tiempo más.


Sebastián había vuelto a dormirse, así que Sofía se sentaría a su lado a esperar que despertara. Nunca lo había visto así antes, y descubría su rostro sumido en una paz que le gustaría poder contagiarse.

Durante el poco tiempo que había logrado descansar, horribles pesadillas la sacudieron, arrancándola del sueño. Suponía que pasaría bastante antes de que pudiese dormir una noche de corrido sin sobresaltos.

El mundo era otro a sus ojos. Se sentía más grande, más fría. Sin embargo, bastaba que una luz se hiciera sobre las imágenes encerradas en ese pedazo de historia que no abandonaba todavía, para que todo temblase y amenazara con resquebrajarse. Eso le provocaba mucho miedo. La hacía sentir inestable.

Sebastián ahí al lado, lejano como se hallaba, constituía para ella un cable a tierra. Nunca hubiese imaginado que sus vidas se entrelazarían de esa manera tan profunda, tan esencial.

Sebastián sonrió entre sueños, como aprobando su forma de pensar.


# Expediente Nro. 745893.

* Nombre: Lucas Aráoz.

* Sexo: Femenino.

* Edad: 22

* Causas en suspenso:

-Secuestro: Sofía Salcedo.

-Intento de homicidio: Sebastián Núñez.

-Intento de homicidio: Nicolás Ledesma.

-Homicidio: Tanya Robles.

-Homicidio: Adolfo Bernstein.

-Homicidio agravado por el vínculo: Francisco Aráoz.

* Estado: Detenido incomunicado. En espera de juicio.


Todos los empleados habían sido advertidos con severidad acerca del nuevo ingreso. Se había hecho hincapié en el horrendo asesinato de su padre, en su facilidad para embaucar y en su insana propensión a la violencia extrema.

Pero siempre hay alguno que da mayor crédito a sus propios ojos. Daniel Aguirre miró en la celda gris de paredes desnudas y vio a una joven mortalmente triste, con la piel arrasada de heridas profundas. Podía vislumbrar el dolor en su rostro. La herida más grande estaba por dentro. Eso fue todo lo que vio.


Sebastián abrió los ojos y le sonrió a la sonrisa de Sofía.

-Hola, hermanito. Pensé que te había perdido. –El llanto volvía a aflorar, irremediable.- Es la segunda vez que te doy por muerto. Basta, ¿no?

-Yerba mala nunca muere. –Sebastián rió dolorido y se ganó un beso en la nariz.- Nunca te tomes un mate conmigo, debo ser asqueroso.

-¿Cómo te sentís? ¿Mejor de lo que se ve?

-Parezco un mapa orográfico, ya sé. Duele, late, pica… Pero estoy acá. –Se obligó a sonreír ante el recuerdo de que casi sucumbe ante la pitonisa del cuchillo incrustado.- ¿Vos cómo estás?

-Bien. Rara… no sé. A veces me siento estúpida, otras culpable. –Arrugó la nariz y el recuerdo de ese gesto le provocó más dolor a Sebastián que todas las cuchilladas recibidas.- Eso también me pasa a veces.

-¿Qué cosa? –se sobresaltó el joven como si lo descubrieran haciendo trampa.

-Que de alguna manera lo extraño. –Sofía clavó su mirada casi con crueldad en la de Sebastián.- Extraño eso que no era, eso que se inventó para mí. También la parte que yo misma me inventé… Sí, es probable que sea esa última la que más me pese. Extraño algo que en realidad no existe. Es raro.

Él asintió, culpable. No tenía sentido engañarse. Había decidido que necesitaba ayuda y mentir no era un buen primer paso. Sofía, como siempre, era más inteligente que él. Podía discernir con mayor facilidad lo real de lo inventado. También era más fuerte.

-No existe… -murmuró casi para sí. Tuvo que hacer un esfuerzo increíble por sonar convincente.


Daniel Aguirre aprovechaba cada ocasión en que podía aproximarse a la celda para observarla. La prisionera lo conmovía, aferrada a su silencio. No necesitaba que le contara su historia, que proclamara su inocencia. Podía leerla en el lenguaje de su cuerpo. La suavidad con que se movía, la expresión de solemne desasosiego con que parecía aceptar su destino.

Lo que Aguirre se perdía era la cara oscura de su pequeña mártir. Cuando desaparecía el rostro del guardia de la mirilla de la puerta, la oscuridad misma se estremecía ante la sonrisa maliciosa que borraba de su rostro hasta el más mínimo signo de inocencia.

Pasaron semanas en que él cambiaba turnos de trabajo para poder verla en las noches, que era cuando la actividad menguaba y era poco probable que lo descubrieran entregado a la contemplación obsesiva de la prisionera.

Fue una de esas noches en que, acercándose tranquilo por el pasillo, Daniel oyó el llanto desgarrador que provenía de su celda predilecta. Se asomó a la mirilla de la puerta y la pudo ver abrazándose a sí misma, convulsionándose con cada sollozo. Se sintió conmovido hasta las fibras más íntimas.

El llanto no tardó en convertirse en alarido. Ante los ojos asombrados del guardia, la mujer comenzó a rasguñarse los brazos y la cara, reabriendo las heridas que habían empezado a cicatrizar.

El hombre abandonó su inmovilidad, extrajo las llaves y se introdujo en la celda con cautela, cerrando la puerta a sus espaldas.

La escena no se modificó hasta que Daniel tocó la espalda de la pobre mujer angustiada. Entonces esos ojos lo miraron rogándole, suplicándole. Ella se acercó y lo besó con desesperación. El guardia no pudo moverse de la sorpresa, pero no pasó demasiado tiempo antes de que se dejara arrastrar por el deseo. Respondió a los besos y caricias con la misma intensidad. Siguió con el juego cuando se transformaron en rasguños y mordiscos, hasta terminar poseyéndola con violencia en el suelo frío de la celda.


Sentados a la mesa de un discreto barcito de barrio, dos hombres vestidos de civil conversaban animadamente. Uno de ellos tenía un brazo vendado, el otro tomaba un gran vaso de leche.

-¿Cuándo cambiaste tus hábitos, Gerardo? ¿Qué fue del hombre recio que fumaba y tomaba café sin parar? –preguntó el Oficial Ayala antes de morder una medialuna.

-Se convirtió en un nene asustado ante las palabras mágicas del médico de cabecera: principio de úlcera. Todos tenemos nuestros agujeros, Héctor. –López festejó su chiste con una carcajada.

-Es verdad, -concedió el policía con una sonrisa.- Yo también me estoy cuidando. Lejos de cualquier tipo de psicópata de por vida. Es una dieta estricta, ¿eh?

El silencio los envolvió durante un largo rato. No era de los incómodos. Ambos hombres habían llegado a conocerse a tal punto que la amistad nació como un árbol robusto en medio de una jungla de cemento. Rara, pero fuerte.

-¿Sabés qué, che? –Ayala deslizó las palabras que López esperaba escuchar. Era lo mismo que él sentía.- De este caso de mierda en que nos tocó meternos, después de todo lo que nos rompimos la cabeza y de lo que pasó en esa casa… estoy muy contento de haber podido encontrar a esos dos pendejos. Te das cuenta cuando los ves, tienen algo que vale la pena rescatar, y que todos deberíamos poder contagiarnos.

-Bondad, Ayala. Son buenos de alma. –Gerardo levantó su vaso de leche para brindar. Héctor lo chocó con su jugo de naranja.- Un poco boludos… pero buenos al fin. Salud por eso.

La risa de los dos hombres se mezcló con las de las demás mesas, que quién sabe por qué reían, pero qué importa.


-Sofi ¿te puedo hacer una pregunta incómoda? –Sebastián dejó de lado el libro de álgebra que estaba hojeando sin prestarle atención.

Ella levantó la vista de sus ejercicios y lo miró. Cualquier distracción de los exámenes de fin de año que tenía que rendir era bienvenida, pero algo en la mirada del profesor le dijo que iba a sacarla de contexto por completo para internarla en uno que no estaba segura de querer sondear en ese momento. Pero era Seba, cómo podía negarse. Seba con un cuerpo surcado de cicatrices que bien podían haber sido suyas. Seba con sus antiguos y sus nuevos complejos. Seba pidiendo ayuda. Sofía asintió con la cabeza.

-Si la situación fuese totalmente diferente… vos ¿podrías haberte fijado en mí como algo más que un amigo? –La pregunta vino acompañada del rubor de costumbre.

-¿Qué, te estás enamorando de mí, hermanito? –Sofía pestañeó repetidas y exageradas veces.

-En serio, tarada. Entendiste lo que quise decir. –Sebastián había vuelto a agarrar el libro de álgebra y parecía utilizarlo como escudo.

-¡Entonces preguntame lo que me querés preguntar! ¡No cualquier cosa! –El tono de voz y la mirada de la adolescente fueron un golpe directo al estómago.

-Está bien –suspiró él, resignado.- ¿Pensás que ella,… de haber existido, podría haberse fijado en mí… de esa manera?

Sofía se levantó de su silla y, aproximándose con expresión seria al profesor, le apretó la nariz. Sebastián bajó el libro y la abrazó.

-Seba. Muchas mujeres se morirían… bueno, se enamorarían de vos si les dieras la oportunidad. Ella no existe fuera de tu cabeza. No la vas a encontrar nunca. Y si la encontraras, como sería parte de tu mente, es muy probable que la hicieras alejarse. Tenés que bajar un poco las barreras. Te lo digo porque te quiero y me gustaría verte feliz.

Sebastián suspiró de nuevo y la abrazó con más fuerza.

-Te lo iba a decir más tarde… pero ya que surgió la conversación: Tengo una amiga que quiere conocerte. –Sofía le mostró una enorme sonrisa.

-¿Cuántos años tiene? –preguntó él, mirándola desconfiado.

-Dieciséis. ¡Au! ¡No, mentira! ¡Veintidós, tiene veintidós! –La adolescente se defendía de los librazos que le daba Sebastián.- Es la hija de mi vecina de enfrente, que antes me enseñaba Matemáticas.

-Y me quiere conocer… -continuó desconfiando él.

-Sí, hablamos mucho de vos. –Sofía lo miró con cariño.- Pero primero tiene que pasar el examen escrutador de la hermana menor, si no la apruebo yo, no sirve.

-¡Sofi! –Sebastián rió, más enternecido que escandalizado.- Esta bien, yo confío en tu criterio. El nuevo… no el antiguo.

Ante la sorpresa de la adolescente, él no sólo le apretó la nariz, sino que se la retorció.

-¿É hazéz? –intentó protestar.

-Te cambio de canal, de nuevo a Matemáticas. –Sebastián señaló la ventana donde Norma y Roberto los observaban abrazados, haciendo gestos amenazantes, mientras hacían vanos esfuerzos por no reír.


Daniel Aguirre despertó sobresaltado cuando la alarma inundó los pasillos del internado. Una resaca recién nacida comenzaba a apoderarse de su cabeza, impidiéndole medir las consecuencias de la noche anterior. Cambiar de turnos tan seguido había afectado su sueño, su humor y su capacidad de discernimiento.

Al llegar al punto conflictivo, se detuvo en seco. La celda donde entraban debido a la emergencia era la de Aráoz. Recordó de pronto la botella de vino que había logrado meter de contrabando en la celda, cediendo a las súplicas de su amante enardecida de beber un poco de alcohol.

Se acercó con el corazón latiéndole hasta en las sienes. Asomó la cabeza entre los dos guardias que escoltaban la puerta.

-Ni te asomes por ahí, es un desastre –le advirtió uno de ellos.

Haciendo caso omiso de aquellas palabras, Daniel espió. Vio tanta sangre que se le cortó la respiración. Ya no estaba seguro de querer mirar, pero parecía no tener control sobre sus ojos. Apenas divisó el cadáver con el cuello abierto, destrozado, supo que había sido su culpa. Y que de un solo error estúpido se había quedado sin amante y sin trabajo.

En una de las manos inertes asomaba el arma suicida: un gran pedazo de vidrio color verdoso.

Daniel no recordaba haberla visto beber ni una gota de vino. Tampoco tenía en mente haber recogido la botella al retirarse de la celda. Su estómago amenazó con traicionarlo. Aguirre se alejó del lugar con sigilo para evitarse el mal momento que le representaría el interrogatorio acerca de su turno aquella noche.

El cadáver yacía desnudo en mitad de la cama. La postura del mismo ocultaba su sexo, y la mayoría de los guardias que se asomaron a mirar concibió el mismo pensamiento, fugaz pero perturbador: No es hombre ni mujer. No confesarían ni ante ellos mismos que, pese a ello, habían sentido un enorme deseo carcomiéndolos.

El silencio se apoderó de la institución. Un silencio sobrecogedor que compartían tanto guardias como internos. La noticia llegó a oídos de todos ellos en un murmullo tenue, como si repetir aquellas palabras fuera un pecado, como si estuviese prohibido hablar al respecto.

Nadie comprendía cómo no se oyó ni un solo grito. Tenía que haber tardado horas en herirse de esa manera y otras tantas en una horrible agonía, a la que el corte en la yugular puso piadoso fin. Sin embargo, la expresión de la muerta, paradójicamente, era de paz.

En una de las paredes, en chorreantes letras escarlata, había logrado escribir:

Ya no hay sangre que alcance para callar esta maldita tempestad”.

Existían sólo dos personas capaces de comprender el significado de aquella frase pero, por suerte, estaban demasiado lejos.

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