Sebastián sorbió los últimos tragos de su jugo de naranja. Se sentía aplastado y sudoroso. El ventilador de la cafetería no lograba disipar el calor concentrado del mediodía.
Los pocos estudiantes que habían decidido almorzar allí fijaban la vista en el televisor que pendía sobre el mostrador. La noticia había sido repetida tantas veces que la imagen del cadáver de la adolescente perdía contundencia. Sin embargo nadie perdía el apetito por eso.
Sebastián prefería no mirar. No ganaba nada. Suficiente con haber oído el resumen: Adolescente de dieciocho años es hallada muerta en lago del rosedal, con un corte en la yugular. Se sospecha del novio pero no se descartan otras hipótesis.
El típico caso que quedará irresuelto y del que no se volverá a hablar hasta su primer aniversario.
Levantó la vista de los cubos de hielo que terminaban de derretirse en su vaso y la vio sentarse en la silla vacía frente a él. Sus ojos grisáceos demasiado abiertos le pedían un favor. Un hombre se detuvo tras ella, intentando impedir que se sentara.
Sebastián lo estudió con mirada severa y luego hizo como si le restase importancia.
-Esta silla está ocupada, caballero, búsquese otra. –Intentó concentrarse en ella sin delatar su ofuscación.- Llegaste tarde otra vez, Lu. Ya terminé de comer.
-Perdón. Es que surgió un contratiempo. No pude llegar antes, no te enojes.
-Siempre me hacés lo mismo. La próxima vez no te espero.
El hombre titubeó un momento y salió de la cafetería con visible irritación.
Ella lo observó extrañada, luego le tomó una mano y le sonrió.
-Gracias, te debo una. No podía sacármelo de encima. Creo que está medio loco.
Sebastián no pudo disimular su turbación y retiró la mano de la mesa sin querer hacerlo en realidad.
-No hay problema. La verdad es que no sé cómo me salió reaccionar así. Nunca había estado en una situación parecida.
-¿En serio? –rió ella divertida.- Te salió bien, ni que estudiaras actuación.
-Estudio Matemáticas –repuso acalorado.- Me llamo Sebastián.
Ella lo observó con detenimiento, como si estuviese viendo algo que él no pretendía mostrarle, pero enseguida sonrió.
-Yo soy Lu –respondió, extendiéndole una mano.- Pero eso ya lo sabías.
-Sí. Creí haber oído eso por ahí, alguna vez... –farfulló, tomando aquella mano que nunca creyó poder tocar.- ¿Es Lucía o Luciana?
El peso de esa mirada podía resultarle insoportable si no bajaba la vista. Se obligó a no hacerlo.
-Lu, por ahora. Cuando sepas mi nombre completo vas a ser una persona de confianza.
Él rió nervioso, sin comprender qué hacía esa mujer sentada a su mesa.
-¿Puedo preguntar quién era el loco que te seguía? –Ya que estaba en el baile Sebastián, increíblemente, bailaba.
-Mi profesor de Biología –murmuró ella frunciendo la nariz.- Creo que me quiere disecar.
Sebastián rió divertido, queriendo que la conversación nunca terminara. Hasta que vio a Diego y Sergio aproximarse al mostrador.
-Disculpame un momento –se excusó y fue al encuentro de sus amigos, que parecían no haberlo visto.
Ambos miraban el noticiero como hipnotizados.
-¡Qué asco! ¿Cómo van a pasar eso a la hora del almuerzo? –exclamó Sergio con su vozarrón.
-Hola, Seba –saludó Diego intentando ver más allá de él sin lograrlo. Sebastián ocupaba casi todo su campo visual.
-¡No me digas que El Ermitaño está acompañado! –rió Sergio ante los intentos de Diego por ver la mesa.
-Eh... yo... –se dio vuelta cuando presentía lo inevitable, pues sus amigos lo habían sacado de en medio para que no obstruyera su visión- No. Estoy solo.
La mesa estaba vacía. Un solo plato, un solo vaso. No había pruebas. Sólo el recuerdo de su mano tocando aquellos largos y blancos dedos.
Inocente, su Señoría.
A las tres de la tarde Sebastián se hallaba ante el rostro preocupado de Norma.
-Sofi está encerrada en su cuarto desde esta mañana. Ni siquiera quiso comer, eso no me gusta nada. ¿Te fijás si te hace caso a vos? Tomá, llevale un par de empanadas.
Con el plato en una mano, subió las escaleras hasta la puerta indicada y golpeó dos veces, no muy convencido. No hubo respuesta.
Norma le hizo señas de que entrara. Sebastián abrió la puerta despacio, menos convencido aún.
Sofía estaba en la cama, acostada abrazándose las piernas, con el uniforme escolar aún puesto y la mirada perdida más allá de la ventana.
-...permiso... –apoyó el plato sobre la mesa de luz y no supo qué más hacer.
Quizás el silencio fue lo más adecuado, porque después de un rato compartiéndolo, Sofía comenzó a hablar.
-¿Vos le tenés miedo a la muerte?
-Trato de no pensar en eso. Vos tampoco deberías –respondió él con suavidad, acercándose a la cama.
Los ojos de ella estaban colorados, el cabello desparramado sobre la almohada y pegándose en sus mejillas. Le pareció un animalito herido y asustado.
-Tanya Robles tenía dieciocho años y alguien le cortó el cuello y la tiró en un lago. ¿Por qué no debería pensar en eso? No creo que ella lo haya pensado tampoco.
Tenía razón. Tan pequeña, llorosa y acurrucada, tenía razón.
-Pero no toda la gente es así de mala. No podés vivir pensando que te va a pasar algo así porque no saldrías de tu casa. No estarías viviendo tampoco, mueras a la edad que mueras. La mayoría de la gente es buena, Sofi. Para ese lado tenés que mirar.
Sofía se incorporó en la cama, se sonó la nariz y lo miró muy seria.
-¿Vos creés eso? ¿Que la mayoría de la gente es buena?
-No. La verdad, no. Pero esas empanadas se ven riquísimas.
Sofía rió, congestionada, mientras Sebastián le retiraba el cabello del rostro.
-Gracias por tratar –sonrió ella, masticando despacio la comida traída por Sebastián.
-¿De convencerte? Sabía que no me iba a salir. Sos más inteligente que yo. Mi misión era envenenarte con esas empanadas. Debo anunciarle a tu madre que he cumplido.
Las carcajadas llegaron hasta la planta baja donde Norma sonrió, sentada al pie de la escalera. Su corazón no se equivocaba, ese chico era una bendición.













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