Corrió sin parar, hasta quedar sin aliento; y aún así, continuó corriendo. Sin saber hacia dónde, hasta cuándo o para qué.
Huía de la imagen multiplicada en mil televisores del azulado cadáver de Tanya. Como si no tuviera suficientes flashes para atormentarse. Como si no supiera que había cometido un error atroz.
Aquella imagen putrefacta impactaba directo en sus entrañas y hacía que una inmensa oleada de asco se arremolinara en su interior. Era lo peor que podía sucederle.
Tropezó con la raíz de un árbol que parecía aferrarse a la tierra con dedos nudosos y crispados. Sus manos evitaron que el pasto se le metiera por los ojos, la nariz, la boca. El sonido de su propia respiración agitada y la visión de un hilo de baba colgando de sus labios terminaron de irritar su ánimo ya bastante maltrecho.
Se dejó caer sobre el césped, rindiéndose a la empecinada gravedad.
Maldijo el momento en que aceptó llevar a esa mocosa en su automóvil. ¿Qué fue todo eso? Aún no lograba comprenderlo. Sólo que hubo una especie de súbita revelación. ¿Por qué había creído verla manifestándose en esa chica? No era que la idea no viniera insinuándose desde hacía tiempo, pero ¿por qué en ese momento, en ese lugar… jugándole tan mala pasada?
Se puso de rodillas y vomitó entre las raíces del árbol. Vomitó la sangre que su estómago ya no resistía. Había cruzado el límite. Eso ponía en riesgo su propia vida. Nunca se había permitido llegar tan lejos. Sentía que todo su escenario comenzaba a desmoronarse.
Se limpió la boca con el dorso de la mano y decidió que era hora de hacer algo diferente, de alterar el orden de su vida para obtener un poco de tranquilidad y alejar de sí cualquier leve sospecha que pudiese suscitarse.
Una vez de pie, alisó sus ropas, se sacudió el pasto y caminó hasta donde había dejado el auto estacionado.
Antes de encender el motor, los pensamientos cayeron en su lugar tan naturalmente que sonrió ante la sensación de familiaridad que le producía volver a tener el control. Quizá fuese una ilusión momentánea, pero le serviría para llegar a casa sin mayores alteraciones.
El rostro de un hombre mayor apareció al otro lado de la ventanilla antes que pudiera hacer marcha atrás.
-No vas a poder escaparte siempre –sentenció.- Si vas a hacer ese tipo de preguntas sin pretender que los demás indaguen tus intenciones, creo que sobreestimé tu inteligencia.
-No te interpongas en mi camino, viejo de mierda –masculló y pisó el acelerador, alejándose de allí a toda velocidad.
Lo próximo que supo fue que estaba en su casa, en la cama, mirando el techo.
Las cosas nunca le resultaron fáciles en la vida. Recién ahora había captado una especie de envión en el que dejarse llevar, pero sabía que no duraría. Y así sucedió.
Su niñez había sido muy complicada; sus padres, fanáticos religiosos que no supieron lidiar con su pubertad y las cosas se tornaron aún más escabrosas durante la adolescencia. Entonces no le quedó otro remedio que escapar. Si había creído que la vida era complicada hasta ese momento, de ahí en más se convirtió en un infierno.
Imágenes de pesadilla volvieron a proyectarse en su mente desde algún rincón donde estaban reprimidas. Volvía a sucederle tras una nueva crisis, cada vez con mayor intensidad, al punto tener la sensación de estar reviviéndolas.
El cuarto se oscureció; un olor agrio, mezcla de sudor y sexo, ultrajó sus fosas nasales. El dolor volvió a azotar su cuerpo igual que antaño, el fantasma de la humillación rasguñó un lugar demasiado sensible. Sintió el sabor de su propia sangre acudiendo a su garganta.
Una repentina náusea materializó la habitación a su alrededor. Estaba a salvo. Pero no pudo evitar que el miedo a perderse trepara por su pecho y le provocara vértigo en la boca del estómago.
Se abrazó las piernas con fuerza. Apretó ojos y dientes rogando no llorar. No quería continuar derramando lágrimas. Se odiaba más que nunca cuando esa vulnerabilidad afloraba.
Debía aferrarse a algo. Algo que no le permitiese caer por entre los resquicios de las alcantarillas putrefactas de su mente.
Ella fue lo primero que apareció. Una luz en medio de la oscuridad. Debía alcanzarla, de alguna manera que no conocía... debía aprender. Salvar su pureza, extraer esa esencia que le provocaba bienestar. Ella era lo que necesitaba, por supuesto.
Se sentó en la cama y la imaginó entre sus brazos. Sintió cierta agitación que no pudo terminar de dilucidar. Recordó su aroma a vainilla, sus ojos enormes y escrutadores, su cascada de pelo rojizo como una llamarada enmarcándole el rostro, sus medias caídas y los hoyuelos que se le formaban en las mejillas al sonreír. Se descubrió pensando que todo eso estuvo siempre ahí, y recién ahora se percataba de ello. Ahora debía armarse de paciencia y descubrir la forma de alcanzarla.
Se acercó al espejo sin prestar atención al reflejo, hecho en absoluto inusual, empañó el vidrio con su aliento y escribió un nombre en él.
Sofía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario