Sebastián despertó sobresaltado. El cansancio había logrado vencerlo a últimas horas de la mañana. A la montaña de culpa que había ido amontonando con el correr del tiempo se le sumó la vergüenza. Quiso lavarla con agua fría pero no hubo caso, no se iría.
No pudo llamar a casa de Sofía. Sabía de antemano la respuesta que obtendría y, en última instancia, temía también confirmar sus propias sospechas. Haría lo que debía hacer. Ir hasta el colegio, averiguar el domicilio del preceptor y confrontarlo.
No se dio tiempo de dudar. Salió a la calle, decidido a cumplir con su cometido. El único rastro de la tormenta pasada era algún que otro charco aislado resistiéndose a la atracción del sol. Parecía como si la tempestad hubiese tenido lugar sólo para arrastrar a Sofía con ella y luego esfumarse impunemente.
Sebastián decidió tomarse un taxi. No quería darle tiempo a su cabeza para imaginar más atrocidades, cuanto antes llegara, mejor.
Hizo señas y el vehículo se detuvo. Le indicó la dirección de la escuela y evitó la mirada del taxista en el espejo retrovisor. No tenía ganas de conversar.
-¡Qué tiempo loco, ¿no?! –exclamó el conductor, que no compartía sus mismas intenciones.
-Mhm... –quiso desentenderse Sebastián y perdió la mirada en el paisaje urbano.
-Uno ya no sabe qué ponerse. Ayer, campera y paraguas, hoy andamos en mangas de camisa, ¡así cualquiera se enferma!
Sebastián mantuvo el silencio durante los minutos siguientes, preparándose para romper su mutismo ante el próximo comentario del chofer para explicarle que no se hallaba de ánimo para conversar. Llegaron a destino de inmediato, evidenciando la pasión que los taxistas de la ciudad ponen en su profesión. La vista del edificio borró de su mente cualquier pensamiento ajeno a la desaparición de Sofía.
Pagó el importe del viaje y descendió del taxi pensando una excusa para obtener la información deseada. Iba a ser complicado, puesto que ni siquiera sabía su nombre. Se preguntó si Sofía lo sabría. Supuso que no. Maldita inconsciencia adolescente.
Mientras se acercaba a la entrada vio a una señora tocar timbre y apuró el paso. Acorde empujaba la puerta ella notó que alguien se aproximaba. Dio un respingo y giró la cabeza observando con temor al joven que estaba ya a su lado. Sebastián le sonrió, mantuvo la puerta abierta y con un caballeroso ademán la invitó a entrar primero. La señora le devolvió la sonrisa, halagada, y así fue como logró entrar al instituto.
Nunca había estado allí antes y la cotidianeidad de Sofía se le vino encima de repente como una ola traicionera. Se quedó parpadeando aturdido en medio del pasillo y supo que no podía irse sin conseguir lo que necesitaba. Era el único puente que tenía, por inconsistente que fuera, hacia donde ella se encontrara.
Frente a él localizó la Administración. A través de una ventanilla podía verse una empleada bastante joven que acomodaba papeles con concentración. Era muy pálida pero al alzar la vista sus mejillas se enrojecieron ante la mirada de Sebastián. Quizá fuera menos difícil de lo que pensaba.
-Hola –le sonrió a la joven ruborizada.- ¿Me podrás ayudar, por favor?
-¡Claro! –rió ella complacida, con mayor efusividad de la que hubiese querido.- ¿Qué necesitás?
-Estoy buscando al preceptor de 3ero B... –explicó pisando con cuidado.
-¿Luca Martínez? –preguntó solícita.
-El mismo –asintió Sebastián. ¿Cuántos preceptores podía haber en 3ero B?- ¿Está trabajando?
-No. Hoy no se presentó. Parece que la tormenta de ayer lo dejó de cama.
-Uh, qué bajón –respondió él, realmente consternado. Todo encajaba.- ¿Y ahora qué hago?
-¿Es algo urgente? –adivinó la empleada.
-Sí. Es bastante urgente –explicó Sebastián ganando confianza.- Le tengo que entregar hoy sí o sí unos documentos muy importantes. Me pidió que se los trajera acá. Pero claro, él no podía adivinar que se iba a enfermar. Es la única dirección que tengo para ubicarlo. Ahora se va atrasar todo el trámite y toda la responsabilidad va a caer sobre mí.
Mientras explicaba con gestos de gran preocupación, la vio consultar en la computadora y una pequeña llama de júbilo bailoteó en su interior. La joven anotó algo en un papel y se lo dio con disimulo.
-Yo no te dije nada, sino me matan ¿sabés? –lo miró con ojos enormes y compasivos.
Sebastián sintió el impulso irrefrenable de querer abrazarla, pero debía irse. Sólo le sonrió con sinceridad.
-Muchas gracias, hermosa, acabás de salvar una vida.
Salió presuroso sin llegar a oír la sonrosada respuesta.
Sebastián doblaba la esquina, hurgando en el plano de su mente cómo llegar a la casa del misterioso preceptor y de repente oyó su nombre.
Cuando posó los ojos sobre ella no la reconoció de inmediato. Era como si no fuese capaz de ubicarla en ese contexto.
Lu lo observaba con ojos inquisidores y media sonrisa, esperando.
-Hola. –Sebastián cruzó la calle, haciéndole un ademán casi imperceptible a modo de saludo.
-¿Vivís por acá? –preguntó ella mirando el barrio con mayor atención.
-No... Vine a averiguar unas cosas nomás. Ahora me iba para otro lado. –le respondió, palpando el papel en su bolsillo.
-¿Te puedo acompañar? Estoy aburrida. –Lu se encogió de hombros y Sebastián no supo qué hacer. Tendría que explicarle lo sucedido tarde o temprano. Era probable que quedara muy mal parado dentro de dicha explicación pero nunca podría predecir su reacción. No conocía mujer más rara.
-Bueno, si querés... –la miró a los ojos, intentando trasmitirle la peligrosidad de la incursión que estaban a punto de realizar. Ella no lo captó o no le importaba, puesto que sonrió y caminó con él. Dentro de la vorágine de pensamientos horribles que se agolpaban en la cabeza de Sebastián, este detalle era una de las mejores cosas que le pasaba.
La vida, pensó, es cada vez más extraña.
2 comentarios:
AAhhhgg ya me imaginé que Lu es complice de Luca.. ajajja CUALQUIERA..
ahora que me entero cuándo actualizás, esto se pone mejor :)
un beso, y espero el próximo capítulo :D
^^ Ey, es una buena hipotesis :P
Gracias por estar pendiente. Tengo otro capitulo ya casi cocinado :D
Besos!
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